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Vuelos, amor y cuarentena: una historia real

Me despedí de mi novio el viernes 6 de marzo. Él es francés y yo argentina. Estamos juntos desde hace tres años. Ese día volvimos del trabajo, como cualquier otro, y fuimos a un restaurante. Todavía recuerdo el movimiento en las calles de París y los bares llenos. Una esencia que cambiaría repentinamente en un par de días. 

Al día siguiente él se fue a Bretaña, al oeste de Francia, a visitar a su familia y yo a Argentina a la boda de mi mejor amiga, pero íbamos a estar separados una semana, sólo una.

En cuanto me subí al avión, tuve un presentimiento: algo andaba mal. Al aterrizar me hicieron los controles de temperatura. Llegué a casa, pero la incertidumbre y el miedo crecían, como una bola de nieve en caída. No sabía si podría volver.

Finalmente, no fui a la boda y decidí irme a mi casa por precaución, donde tampoco pude dar abrazos ni besos. Estaba con mi familia, pero la ansiedad de lo incierto no me permitía disfrutarla. El tiempo pasaba entre actualizaciones de mi mail, noticieros y la cuenta de muertos por COVID en el mundo, que para el 14 de marzo ya era muy alta. 

Hasta que pasó: “Su vuelo ha sido cancelado”. Las fronteras se cerraron de un día para otro. ¿Y ahora? Lo que sería una semana se convirtió en meses. En ese momento, sólo una imagen me cruzó por la mente: mi novio y yo hundidos en el sillón viendo nuestra serie, pequeños momentos de alegría compartida. Al saberlo, le escribí y me llamó inmediatamente, se hacía la misma pregunta “¿y ahora?”. No sé, no sabemos. 

Entonces volvieron a programar mi vuelo para el 24 de marzo, luego para el 5 de abril y así hasta llegar a mediados de junio que probablemente se extendería hasta fines de septiembre. Quién sabe. 

El amor a distancia, sobre todo cuando es inesperado, cuesta. Cuesta mucho. Pero extrañar no es lo más difícil, la incertidumbre lo es. Entonces la espera se hace larga. 

Aún así, cada día que pasaba, le sumaba más sentimientos a nuestro abrazo de reencuentro y al beso de festejo que celebraría nuestra reunión tan esperada. Irónicamente, en la distancia nuestro vínculo se fortalecía. 

Pasaron semanas y todavía no tenía novedades, los medios se contradecían cuando hablaban de la apertura de fronteras; para algunos iba a ser dentro poco, para otros tomaría un largo tiempo. 

Hasta que el martes 29 de abril me desperté a las 8 de la mañana y con un ojo entreabierto agarré mi celular, una notificación me aceleró el corazón. La embajada francesa me escribió que harían un vuelo de expatriación y estaba en la lista (recido normalmente en Francia, esto lo permitía). Aún no tenían fecha (de nuevo incertidumbre, ya me empezaba a acostumbrar) pero afirmaban que sería el último. La alegría de volver a verlo me recorría cada vena, juntos al fin. 

Entonces empezaron los trámites interminables, las 24 horas de viaje para llegar a Buenos Aires y las 14 horas de vuelo repletas de ansiedad. Todo valió la pena cuando llegué y ahí estaba él, esperándome con su sonrisa y los hoyitos que se le hacen cuando está contento... 

En nuestro abrazo se dijeron mil palabras sin hablar, nos deshicimos de todos los miedos y nos llenamos de esperanza. Y es que sólo recordar que el mundo se puso patas para arriba y estuvimos separados, nos lastimaba el corazón. 

Pero de todo esto también nos quedó algo bueno, entendimos que la vida te puede agarrar desprevenido y siempre tienes que estar listo para enfrentarlo. Por eso exprime el presente, disfruta a quien tienes al lado, ama, exagera lo bueno y que lo malo se te resbale. Después de todo, una vida nunca será suficiente. 

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